Juanico el del Puga: 44 años de servicio

Empezó a trabajar en 1971, como camarero del histórico bar El Paso, de la calle Mariana

Juan no ha parado de trabajar desde quiera un niño.
Juan no ha parado de trabajar desde quiera un niño.
Eduardo D. Vicente
01:00 • 30 nov. 2015

Es uno de los referentes de Casa Puga. Representa al camarero de toda la vida que roza la perfección detrás de la barra. Su eficacia no reside sólo en servir pronto y bien, sino en el trato con el cliente, en saber establecer ese punto de cercanía que no llegue a ser empalagoso ni a superar los límites del respeto. Juanico el del Puga es un camarero de raza, de los que se impregnaron del oficio siendo niños, en una época en la que cuando un adolescente dejaba el colegio no tenía otra alternativa que aprender un oficio.




De niño estudió en el colegio de San Miguel de la calle Galileo, pasando depués al Diego Ventaja, siendo uno de los alumnos que se formó en la desaparecida aula de los Seises, en la calle del Cubo. El contacto con La Catedral lo llevó a formar parte de la plantilla de monaguillos de los años sesenta.
Todos los días, a las siete y media de la mañana, recogía a don Lucas López, que vivía encima de los Seises, y se encerraban en la sacristía a preparar la primera misa del día en una época en el que había que preparar a mano hasta el incienso.Eran los tiempos de don Francisco ‘el jorobao’ y de don Juan López, cuando ser monaguillo te concedía un estatus entre los otros niños del barrio y te servía también para ganar unas monedas con las propinas que dejaban los fieles por el uso de las sillas de madera. Con la ganancia, los monaguillos se iban de cabeza al bar de Justo, en la subida a la Plaza Vieja, a disfrutar de los suculentos bocadillos de callos y de calamares fritos que te quitaban el hambre durante un día. Si les sobraba alguna peseta remataban la ceremonia con un pan griego de los que don Ángel el confitero elaboraba en el obrador de ‘la Flor y Nata’.




La formación como monaguillo le sirvió para espabilarse, para ser un muchacho despierto que no tardó en buscarse su primer trabajo. Empezó vendiendo muebles en la Plaza de Pavía y en 1971 entró a trabajar con José Romero Montes en el histórico bar ‘El Paso’, de la calle de Mariana. En aquellos años, era una de las cafeterías mañaneras de más éxito, gracias a los churros que antes del amanecer empezaba a preparar Antonio el churrero de cara al público, que en su mayoría eran trabajadores de la calle de las Tiendas y empleados del ayuntamiento. El humo de los churros y el olor al aceite frito y a la masa le dieron vida durante más de una década a toda aquella manzana.




Juanico era entonces un muchacho lleno de actividad y con ganas de comerse el mundo que fue aprendiendo los trucos del oficio a marchas forzadas. Había días en los que después de echar la jornada matinal en ‘El Paso’ se iba directo a Casa Puga. El propietario, Leonardo Martín López, le propuso echar horas en la taberna y el joven camarero aceptó, sabiendo que a veces empalmaba un trabajo con otro sin tiempo ni para pasar por su casa a cambiarse de ropa.
Durante una época fue camarero de El Paso, del Puga, del Roypa y por las noches se iba a los escaparates de El Blanco y Negro a echar las persianas. Para culminar la semana, los domingos que jugaba en casa el Almería era el encargado del ambigú del Franco Navarro.




Fue en 1983 cuando le salió la oportunidad de centrarse en un solo trabajo y entrar a formar parte de la plantilla de trabajadores fijos de Casa Puga. Allí conoció a Leonardo Martín López, el dueño y allí se fue forjando en la disciplina del camarero auténtico, aceptando que uno sabía a qué hora entraba pero nunca a la que iba a salir.
Desde detrás de la barra ha visto pasar la vida de la ciudad en los últimos treinta años, trabajando duro de lunes a sábado, sin más descanso que el dominicial, suficiente para reponer fuerzas en su refugio del principado de Aulago.
Juan Manuel Martínez Miralles acaba de recibir el homenaje de la asociación de hosteleros, que le ha reconocido su trayectoria con un galardón. Mientras tanto, él continúa al pie del cañón, haciéndose fuerte detrás de la barra, de donde no piensa salir hasta el día que se jubile.







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